Los años bisiestos arrastran una pésima fama... Son temidos cual plaga. En años bisiestos se hundió el Titanic, se asesinó a Martin Luther King, a Lennon y a Gandhi, empezó el horror de Auschwitz, estalló la Guerra Civil y se inició el conflicto entre Irán e Irak, se inauguró el Facebook... Annus horribilis... Pero también, también, los años bisiestos son los años de los Juegos Olímpicos. Sólo por eso, quedan más que redimidos.
Nunca he entendido a quienes no enloquecen con los JJ.OO.
Yo no sólo me vuelvo del revés, sino que, cuando acaban, tengo una profunda depresión postolímpica. Mis tardes se llenan de nada. Con lo gustoso que era enchufar el televisor y que hubiera gente haciendo cosas, lo que fuera... Ahora ya no puedo planificarme los días en torno a un calendario pulcramente cronometrado, ni sorprenderme viendo deportes absurdos (este año, he quedado fascinado con la visión de una prueba ciclista llamada sprint, en la que dos tipos están como cortejándose, me acerco, te olisqueo el culo, me separo, voy, que no, que sí, que me arranco, que te lo has creído... Una cosa loquísima total y verdaderamente freak), ni quedarme horas bicheando en Google buscando estadísticas y datos que mi cerebro olvidará según los lea, pero que me provocarán el futil placer instantáneo derivado de cualquier saber inútil.
Este año, he experimentado momentos de mucho gozo de la mano de cuatro nombres propios:
Lo prometido es deduda: las medallas, para mis perrillos. |
¡Hasta la vista, chavalada! |
Yo no corro, enriquezco. |
¿Y si somos los mejores, bueno y qué? |
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