martes, 9 de diciembre de 2008

EL TIRO POR LA CULATA

Merlin Holland (nietísimo de Oscar Wilde) lanza en su brillante introducción a "El marqués y el sodomita: Oscar Wilde ante la justicia", una irreverente idea: “Wilde no fue condenado por su sodomía, sino por su locuacidad”. Leyendo los autos -por primera vez editados íntegramente- uno no puede sino darle la razón. "El marqués y el sodomita" es además de un impagable documento histórico, la mejor manera de que los wildófilos descubran lo gran conversador que debía de ser el señor Wilde; y lo ingenioso, rápido, irónico y brillante que podía resultar, incluso -o, ¿sobre todo?- ante un tribunal de justicia.
Dudo mucho que la transcripción completa de un juicio resulte algo recomendable como lectura, a no ser, como es el caso, que sea el gran Oscar Wilde quien con sus agudos epigramas deje en evidencia el sistema legal de la época. Porque si algo deja claro este libro -amén del brillo lingüístico del irlandés- es lo absurdo de un proceso que, a pesar de todo, ha pasado a la historia como “el juicio del siglo”. Una tragedia legal (y el término tragedia no es en absoluto exagerado si se tiene en cuenta que fue Wilde el demandante, que fue él quien acudió a los tribunales para recuperar su “mancillado” honor y que el resultado fue que le mandaron a recuperarlo a la cárcel...) que transcurre en 1895 y en la que se barajan cuestiones tan importantes como si Wilde ‘hacía’ beber demasiado vino a sus acompañantes o si las habitaciones en las que se alojaban él y su séquito estaban o no comunicadas (creedme, este tipo de diatribas parecen ser -y lo eran- la clave del asunto).
Quizá el incauto de Wilde pensó que lo que se estaba juzgando eran sus ‘amores calamitosos’ y la moralidad de su arte. No. Lo único que se hizo en esa corte fue utilizar su popular nombre y ponerlo en la picota a modo de aleccionador ejemplo para una puritana sociedad victoriana que necesitaba de chivos expiatorios para salvaguardar su apolillada moral. Puede que en aquel momento, el castigo resultara vivificante, pero más de un siglo después, sólo queda la sensación de estar ante un hombre esencialmente libre defendiéndose de una pandilla de fanáticos encorsetados.
Mientras el juicio se desarrolla (no sé cómo serán las sesiones ahora, pero aquellas sonaban maratonianas, tanto que más parecían un interrogatorio), Wilde pasa de la indolencia y la arrogancia a la irritación, la indignación y la agitación. La culpa la tiene el brillantísimo Carson, abogado de Queensberry. (Aunque probablemente, nada hubiera sido diferente, hay que decir que Edward Clarke, representante de Wilde, no estuvo ni por asomo a la altura de las circunstancias). Así las cosas, el juicio acaba siendo un magnífico -por su nivel- y terrible -por el trágico y conocido final- tour de force entre Carson y Wilde. Ya lo decía el propio Wilde: “La vida es demasiado importante como para hablar de ella en serio”.

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